De periodista a acompañante sexual
Para seducir hay técnicas, estrategias e incluso planes elaborados. Tratar de conquistar a alguien tiene su magia y su atrevimiento, y cuando el tema es entre dos hombres, muchos pensarán que es más fácil hacer el trabajo, ¿será cierto?
En el lugar donde el pasado es el presente y donde las corbatas se mezclan con los harapos, hay un establecimiento de mala facha, lleno de historias nocturnas, luchas perdidas y señalamientos que aún siguen marcando la vida de muchos hombres; digo hombres, porque voy a hablar de ellos, pero no del mismo prototipo de hombre que la sociedad ha construido, sino de los que son juzgados.
“La Oficina”, así se llama y así la conocen, es un bar gay, ubicado en el centro de Bogotá. Rodeado de empresas, ventas, cultura e historia, huele a pasado, sexo y trago. Coquetear con alguien siempre tiene riesgos y esfuerzos, pero para los hombres homosexuales que disfrutan de la libertad en este bar, la seducción es un juego de verdades, mentiras, miradas, silencios y sexualidad. En este lugar, posiblemente no encontraré “el amor puro y sincero”, como bien lo canta Marbelle, lo que sí es seguro es que mis ganas de jugar al Casanova se saciarán junto con la cerveza con la que empiezo esta noche.
Llegada entre edificios viejos y nuevos
Los edificios parecían venirse encima de la gente, sobre todo el Tequendama. Imponente y dueño de las miradas, vecino de la Calle Séptima, es el centro de atención de cualquier alma que ronda las calles cercanas a él. Y por ahí derecho hacia el sur, la séptima, la señora de señoras, patrona de la historia bogotana, testigo y víctima de la vida urbana, de robos, besos, saxofones, retratos, imitaciones, actuaciones y ventas. Tuve que enfrentarme a un frío escalofriante, no era normal sentir que mis manos temblaban aceleradamente, tal vez por el viento congelante, o por las ansias de entrar rápido al bar.
Tranquilidad y una respiración lenta, fue lo que conseguí gracias a un cigarrillo. Duré un tiempo prolongado antes de atreverme a entrar, porque no era fácil estar sólo en un lugar en el que cuando alguien ingresa siente mil miradas examinándole el cuerpo, la ropa, el físico, la edad y, lo peor de todo, poniéndole un sello en la frente: otro extraño más.
Antes de vencer el miedo, me dediqué a observar la cotidianidad de un jueves en la noche de la calle 22. Es normal que los vendedores usen la acera como tienda, sobre todo para poner en venta algunos libros. Esos textos llenos de sabiduría bailaban al son del viento, sus caátulas, se abrían y cerraban simultaneamente; era como si alguien los manejara como en una orquesta, con un báculo mágico que los movía a su antojo. El olor de los alrededores de La Oficina era fuerte, a basura, lluvia y smog, no lo soporté más e ingresé.
Soy triste lamento, soy basurita
Sudé y sudé antes de entrar, no entendía por qué me pasaba eso. Los sentidos pueden mentir en tiempos de crisis y los prejuicios hacen su trabajo cuando menos se necesitan; pero extrañamente, nadie notó mi presencia, todos los hombres estaban ocupados siendo libres, actuaban sin limitaciones o señalamientos. El que sí se dio cuenta de mi presencia fue el barman. Entonces le pedí una cerveza y me senté en una mesa.
Soy basurita, canción de Yolanda del Rio, recibió y acompañó la primera y única cerveza que entró a mi cuerpo. El sitio tiene un aroma a pasado, es como entrar en una máquina del tiempo mal fabricada, con errores de planeación e improvisación Las paredes están pintadas de dos colores, blanco y terracota. Este bar, muestra varias cosas que deberían tener en cuenta las personas que buscan la felicidad; allí es posible olvidarse de todo, se puede bailar sin pensar en política, leyes, derechos, problemas, lo único que ronda en la cabeza de quienes están allí son las ansias de pasar bueno.
Lo curioso del lugar, es que no responde a los estereotipos musicales de los homosexuales, donde artistas como Madonna, Lady Gaga o Prince, se han convertido en himnos de la femineidad masculina, no, al contrario, acá se oye a Giovanny Ayala, Rocio Durcal, Juan Gabriel, y hasta el Rey, Vicente Fernández. La Oficina rompe esquemas, construye discursos que se creían olvidados y promueve la caza, allí se busca la presa para coronarla. Dos pisos, más de 20 mesas, un baño y música ranchera hacen el ambiente.
Conversaciones inusuales
Todo está tranquilo, entran y salen, hay risas y gritos, se oyen voces afeminadas y masculinas, sólo hombres. El trato es particular, si eres el macho, se supone deben tratarte como tal, pero aquí no sucede eso.
-No seas perra-, le dice un hombre a otro en una esquina.
-Él no te quiere-, la típica del amigo que busca una oportunidad sentimental sirviendo de pañuelo de lá- grimas para el entusado.
-Eres divina- expresión que connota algo de amistad interesada por parte de un acompañante de copas.
Todas son expresiones que se escuchan casi simultáneamente y con mucha frecuencia entre los curiosos visitantes de La Oficina.
Dos hombres se sientan al lado de la mesa en la que estoy. Solo, tranquilo, observo y disfruto del sabor de la cerveza mientras el barman le sube el volumen al equipo de sonido. Por fortuna lo hace, suena una de las mejores canciones de Juan Gabriel, Así fue. Muchos la cantan a grito herido y me incluyo, no soy el mejor en esto y no recibo miradas, a nadie le importa.
La canción termina, y el volumen de la música baja, al parecer el ambiente está confabulando a mi favor, ya que el sonido y la distancia quedaron exactos para que pudiera escuchar lo que hablaban los dos hombres que se sentaron a mi lado. Lo que escuché, es algo que nunca oiría en un bar gay. Un colombiano le contaba a un argentino sobre el accionar de los paramilitares.
-“Sí, es una historia tenebrosa. A los campesinos los mataban de muchas formas, y lo peor es que lo hacían de las maneras más sangrientas. A algunos, los echaban en pozos llenos de pirañas, y a otros, los obligaban a cavar tumbas para después enterrarlos vivos”.
El argentino no hablaba mucho, a penas decía, “no me digas”, “qué terrible”, “pero, ¿de dónde vienen ellos?”, mientras el otro chico respondía fogosamente a sus preguntas.
Sin comprender la fórmula para seducir tras el atroz tema de conversación, decidí irme a la barra del bar. Desde allí tenía el control de todo, menos de mí mismo. Desde el lugar más cercano al barman es donde se hacen más evidentes las técnicas de seducción. Así como en los bares de heterosexuales se disfruta de este rito, lleno de nerviosismo, dudas y pruebas de persuasión, los homosexuales también dedican algunas horas de la noche para llevarse consigo el teléfono del prospecto o simplemente llevárselo a la cama.
Un hombre mayor se sienta en la barra, danza sin moverse, desliza sus miradas a los solitarios que rondan el sitio, casualmente soy uno de los pocos personajes que no tienen compañía. El nerviosismo se hace mayor en el sujeto, y lo identifico por el movimiento de sus manos, al parecer está sudando, las limpia rozándolas con su pantalón. Según dicen, los movimientos involuntarios son sinónimo de miedo, pero ¿a qué le teme?, o mejor, ¿a quién le teme?
Al sonido de Tú sin mí del cantante Dread Mar I, entra un joven de edad media, de unos 25 años. Duda al ingresar, intenta devolverse, pero es como si un hilo lo jalara para sentarse cerca del hombre mayor. Ninguno de los dos se habla, sólo beben una cerveza con la mirada agachada, casi afligida por la vergüenza. Extrañamente nadie ha notado mi presencia, o eso creo, porque nadie me coquetea.
Los hombres cruzan miradas con intensiones desconocidas, mientras una pareja se abraza y se besa apasionadamente al fondo en la pista, el hombre mayor llama al mesero y le dice algo al oído. A estas alturas de la noche el sonido de la música no permite hablar a nivel normal. Acto seguido, el mesero, quien es un hombre robusto, saca una pola del congelador, la destapa y se la acerca al hombre joven. La incomodidad del segundo es notable, con rostro de sorpresa, rechaza la cerveza y sale del lugar. Mientras observo toda la situación desde el lugar menos indicado, me doy cuenta de que la mirada del hombre mayor ahora se dirige a mí.
Sus ojos negros encuadraban mi imagen en un plano general, su mirada se dirigía a mí, no se quitaba de encima, parecía como dos puntillas. Con un rostro arrugado, un bigote mal cortado y unos labios poco deseables este hombre, feo Foto: Felipe Bonilla Serna crónicas 14 o no, estaba decidido a lanzarse al agua por segunda vez.
Bajé la mirada, y tomé un trago de cerveza. Al levantarla, el hombre ya estaba al lado mío, no supe cómo reaccionar, sólo mostré seguridad, y reproché mi elección de entrar a aquel bar sabiendo que hay cientos de lugares para beber en el centro.
El hombre sólo pronunció dos palabras: “¿Estás trabajando?”. Pensé mil cosas. “No, no estoy trabajando”, le dije. El hombre se sorprendió, y se mostró incómodo, se notaban sus ganas de marcharse, quizás esa fue su peor noche para conquistar a alguien, o al menos, para pagar por sexo.
Le pregunté, ¿a qué tipo de trabajo hacía referencia?, él evadió por completo mis inquietudes, y lo único que hizo fue pagar las cervezas que nunca se tomó. Posiblemente, pensó que yo era uno de los tantos trabajadores sexuales que rondan los sitios de homosocialización. Mi intensión estaba enmarcada en mostrar la dinámica oculta de un sitio que es invisible, pero que ha recibido miles de reproches, ya que desde años pasados ha albergado la seducción, la libertad y el amor de los hombres gays, que si bien, hoy tienen más espacios entre la sociedad, no han podido acabar con los casos de discriminación y segregación de los que son víctimas día a día.
Me quedé con las ganas de conversar con el hombre mayor, quería preguntarle muchas más cosas de su vida. Pero el tipo se fue huyendo como un gallina, la presa logró escapar de las redes de los cuestionamientos y entonces recordé la frase del escritor chileno Alberto Fuguet, “El periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle”, y pensé, “creo que me falta más calle”.