Purga de Amores
Para exorcizar demonios, uno los cuenta, los escupe en el rostro de un extraño. Nuestro periodista Daniel Castaño asumió el reto y, en pleno centro de Bogotá, se tomó la Carrera Séptima para escuchar historias de amor gratis.
Mi madre, al igual que la mamá de Florentino Ariza, en el libro El amor en los tiempos del cólera, también se aterrorizó al ver que mi estado “no se parecía a los desórdenes del amor sino a los estragos del cólera”. Tomó a bien decirme, “Las penas de amor, hablándolas salen más fácil”. Hace tres meses ando solo, sin novia, compañía, llamaditas, susurros repentinos en medio del día o discusiones absurdas por temas irrelevantes. Son las 9:30 p.m. de un día cualquiera y viajo apeñuscado en el sistema de transporte público de esta ciudad. Llevo una revista en mis manos y encima la mirada absorta de todos, estoy de pie y recostado en la puerta del bus; entrada y salida a una ciudad inquietante que pasa ante mí. Las miradas gritan silencios perfectos, las vidas que suceden, las personas pasajeras, los momentos, las palabras vacías que viajan entre boca y boca, entre calle y calle. Pasamos por la 26 y pienso en lo que susurra el ambiente “Ven y tiramos un ratito y nos tiramos la vida, los cuerpos, los sueños, los sentimientos…” El amor es como una pandemia, la única diferencia es que no se pueden calcular víctimas. No existe alguien llevando cuentas sobre besos esquineros, manos que se entrelazan o bodas efectuadas en este justo momento. Nadie sabe con exactitud a cuántos enamorados les arde el pecho por un sentimiento y cuántos son los casos que solo apuntan a calmar las ansias locas de andar con vestidos pomposos en la mitad de una iglesia. Es viernes y el frío acelera la ciudad. Abro los ojos con pereza, se quedan pegados, como si no hicieran parte de mí. Intento levantarme de la cama pero los sábados tienen un sabor amargo al amanecer, siempre conservan una desazón de lo que fue o de lo que no pudo ser, como si la semana se hubiese sumergido entre abortos de intenciones y finalizara embriagada en desespero. Puesto en pie, como si fuera un ritual, asumo mi rutina y me dispongo a entablar camino. Una vez más viajo en Transmilenio. Ya no me aprietan, solo me detallan y yo miro el paisaje urbano, el bus ha cambiado su recorrido a último momento. Tendré que caminar más de lo previsto bajo un sol imperante y ardiente que pronostica lluvia. A mi llegada, la Carrera Séptima me recibe con música y los nervios suben hasta mi garganta, aún así, paso saliva, froto las manos contra mi saco, ubico mis bancos y me dispongo a contraer el virus. Escucharé historias de amor.
Se escuchan historias de amor ¡Gratis!
Situado en lo que a mi parecer es un buen lugar, me acomodo, trato de ubicar mis bancas estratégicamente. El clima se ve bien, hace algo de viento. Los transeúntes empiezan a circular, la mayoría se detiene, se deja cautivar por mis carteles, se sorprende al enterarse del carácter gratuito de mis servicios y finalmente se marchan riendo. Ninguno toma asiento. Un señor, ya de edad avanzada, vestido como profesor de cátedra muy antigua y con rostro de sonrisa marchita, se acerca lentamente hacia mí para preguntar:
–¿Usted es escritor?, ¿qué pretende con esto?
Respondo de manera jovial, sincera y sencilla.
– Soy periodista y quiero...
Me veo interrumpido por un gesto amargo en su cara y una frase ofensiva
– ¡Periodista, el peor y más bajo oficio!
Entonces algo en mi interior se contrae y como si se tratase de una discusión religiosa, me valgo de Gabo para decirle que contrario a su pensamiento, “El periodismo, es el mejor oficio del mundo”. El hombre se altera diciendo que los periodistas manipulamos, mentimos y hacemos un sinfín de cosas que afectan a la sociedad. Defiendo mi postura, e indignado, el primer visitante se marcha. No entiendo si la primera experiencia es una historia de odio que desencaja en mi ejercicio o una historia de amor al oficio contada para mí.
Carta a un querido conocido y dueño de un lapso de tiempo desconocido
Sentado, el viento ya sopla con más intensidad. Los carteles se quieren despegar y me valgo de ocho brazos imaginarios para reforzarlos con cinta adhesiva. Regreso a mi lugar, contemplo las personas y entre ellas a un joven alto, de barba negra, con botas y gorro de lana. Él pasa frente a mí y al igual que el resto, se detiene, observa, se ríe y continúa el camino. Le detallo lejano y al andar se detiene, da media vuelta y clava sus ojos en mi banqueta. Al sentarse cierra las piernas, suelta una risa y apoya las manos en la maleta que posa sobre sus rodillas. Dice que estudia literatura, es fotógrafo aficionado y tiene novio. Nicolás no sabe dar inicio a su historia, habla de su relación anterior, un chico discriminado por sus padres a causa de su preferencia sexual y con el cual dejó fluir gran parte de sus sentimientos. Nicolás finalizó la relación de una manera particular, con una carta, así como las que se escriben los enamorados a lo largo y tendido de un papel, con palabras sentidas, bonitas y bien pensadas.
Nicolás hace una pausa, pasa saliva, rasca su barba y me mira con gesto pícaro, “no me vayas a juzgar”, suelta de momento. Yo me echo a reír y le pido que continúe, él retoma su historia y lo que para mí es un punto final, para él es un punto seguido. La carta que selló un amorío, ahora permitía el surgimiento de nuevos sentimientos. Nicolás recicló las palabras que escribió en la carta y con pequeñas modificaciones la entregó a quien hoy día es su nueva pareja. Como confidente, quedo impresionado al saber que soy la primera persona a quien le cuenta esto, saca su tablet y ahora la carta es leída entre dos.
Amor peruano
En el transcurso de las horas la gente continúa caminando. Niños, niñas, perros, adultos con cara de puño, personas que se sonrojan, parejas que titubean entre sentarse o no, enamorados que se besan frente a mí y pasan de largo, como viendo un confesionario… alguien dispara un flash y luego me atrapan en un smartphone. Una chica se acomoda, me mira a los ojos y dice: –Hace algunos años me fui a Perú con un hombre que conocí por Internet, vivimos juntos bastante tiempo pese a que su ex-novia, una loca completa, nos acosaba constantemente. Ambos nos amábamos y bueno… tuve un desliz, pero luego él también tuvo uno. Uno espera que lo engañen poco tiempo, pero él se excedió, lo peor es que me enteré en las condiciones más trágicas, tras haber estado embarazada y perder el bebé. Durante mi recuperación, él se acercó para contar toda la verdad. Confesó lo de su engaño. Yo tomé mis maletas y me fui. Después conseguí otro peruano y con él, en definitiva no funcionó. Soltamos juntos una carcajada, le pregunto qué nombre le gustaría para su historia y exclama, “Postdata: Nunca con un peruano”. Luego de las risas, una joven que permanece observándome como esperando su turno a lo lejos, se percata de que la sesión ha terminado y toma asiento; es su turno. Me pregunta la razón por la cual escucho historias sin interés.
–Bogotá es una ciudad donde acontecen cosas insólitas durante todo el día y nadie se fija. En ocasiones las personas no quieren consejos, solo desean ser escuchadas– digo con algo de vehemencia. Con un rostro de desconfianza ella se levanta y nueve jóvenes y niños afros se adueñan de la Carrera Séptima para bailar el Ras-tas-tas, la canción de moda de la agrupación Cali Flow Latino. Sentado contemplo la algarabía y la manera en la que se desbaratan los bailarines moviendo su cuerpo, saturando de vida el lugar con los colores de sus atuendos.
¡Papá ya voy!
Catalina llegó de momento, se presentó apurada y me contó su historia. Dijo que tenía en la universidad un gran amigo y que en una salida de campo, él y ella empezaron a tener algo más que una amistad, en palabras de Mario Benedetti, “una especie de complicidad frente a otros, un secreto compartido, un pacto unilateral...algo menos que un noviazgo. Sin embargo, algo más que una amistad”. Catalina estaba hecha caos y le contó todo a su mejor amiga quien lo divulgó a más personas. Ahora Catalina y su amigovio andan distantes, mirándose y agachando la cabeza, fingiendo indiferencia. Era la experiencia seguida de haber comido algo con mucho antojo que ya acabó, que no es llenura, ni hambre, tampoco antojos, es necesidad innecesaria. El padre esperaba a Catalina. Ella pidió un consejo rápido y lo agradeció, alcanzó a su papá y me dejó pensativo ¿Es necesario rotular algo?, ¿acaso el amor necesita nombres?
Dios, patria y mediocridad
Alfonso Ángel es un hombre que vende empaques para carnés en la Carrera Séptima. Llegó a Bogotá hace seis años desplazado por la violencia. No tomó asiento y me habló de frente. –Estoy mamado de ver a los mismos mediocres de siempre desde hace seis años, haciendo lo mismo en esta calle real. Los que piratean discos, los que imitan a personajes extranjeros, estoy mamado de eso. Aquí no veo un porro, un currulao, un ritmo nacional, solo mediocres pretendiendo hacer lo de otros, nos falta creer en nuestro país, nos falta amor por lo nuestro.– De pronto, comenzó a entonar una canción de su autoría en la que exhorta a la integración nacional, haciendo alusión a los atributos y cualidades de un país hermoso, para terminar diciendo, –Usted no es un mediocre, usted ha marcado la diferencia, usted esta aquí desinteresadamente y usted ha sido más creativo que el universo.
–Nuestro encuentro finalizó con otra de sus canciones, El baile de los idiotas, un tema que hace referencia a la manipulación de la burocracia para idiotizar al pueblo. Nos despedimos con un abrazo, una fotografía y sonrisas. Por un momento pensé, “esto es amor”. Escuchar despierta los anhelos de pasar bocado y mi agenda no contemplaba una estadía tan larga, pero…¿Cómo hace uno cuando las historias se multiplican, cuando se percibe el aroma de esta ciudad diciendo, “espera un rato más, quédate otro momentico, soportarme el desahogo”? Entonces prefiero recordar a Calle 13 con Silvio interpretando Ojos color sol y me conformo pensando que “la ausencia de comida se vuelve deliciosa porque tenemos la barriga llena de mariposas”, todas esas que se han metido por los oídos, que me han contagiado con el filo de las palabras. Tomo mis bancos y decido cambiar de lugar rumbo a la Plaza de Bolívar. 4:30 pm. El sol de la tarde golpea con fuerza el piso empedrado de la Plaza de Bolívar. Un hombre vende algodón de azúcar y en diagonal un vendedor de cd’s pone a todo volumen música romántica de los años 60.
Una vida en un minuto
Frente a la iglesia, un grupo de jóvenes observa con gento de burla el cartel con las bancas y antes de marcharse, aparece entre las risas de sus compañeros María; que por estos días anda soltera de nuevo. María y su novio han dejado de caminar juntos entre las calles. Él tuvo que partir de la ciudad por problemas económicos. Se marchó a otro país a trabajar, se fue con su familia e incluso con el corazón de la muchacha. El final no fue dramático, terminó sin gritos y sin engaños. La Plaza de Bolívar ya olía a caca de llama, y el lugar de las confidencias me hacía pensar que el amor apesta. El señor que vendía música romántica hizo sonar Mentiria de Ricardo Acosta. Una pareja que vacilaba se acercó a mi banco. El hombre de cabello largo, con gafas y ceño fruncido tomó la iniciativa, ella, una mujer delgada, sonriente y de mirada vivaz esperaba atrás. Antes de tomar la palabra, el hombre despeinó su cabello y de pronto la chica se acercó para contar la historia de amor.
Coser los hilos con la aguja
Diana cuenta que al ver a Andrés llegar al mismo salón de su clase en el SENA, quedó impresionada porque aquel hombre solo le despertó miedo. Pero el amor es una paradoja latente y al poco tiempo ella sostenía una conversación con él en Facebook. En Diana algo estaba cambiando y sus ojos cafés ya no lo miraban de la misma forma, pero Andrés no se daba por enterado, hasta que una buena noche ella lo invitó a salir. Los novios llevan unos cuatro años juntos, no recuerdan sus fechas importantes. No son una pareja perfecta, son una pareja real y entre varias de sus anécdotas se encuentran las tres veces en las cuales pensaron haber quedado en embarazo, la tensión de los momentos previos, el sudor frío, los rostros intrigantes de los doctores, el momento fuerte y atemorizante de ver la prueba y la paz orgásmica y relajante de comprobar que esta vez no era su turno. Andrés, de mente más abierta creció en un hogar muy diferente al de Diana y en su vida tuvo más de una novia. En alguna ocasión decidió comprar tiquetes para Argentina con el fin de irse para no regresar. Diana con todo el desespero que podía caber en su pecho salía de su trabajo y sentía a diario un abismo inmenso en su corazón. Un día, teniendo el dinero de su quincena en el bolsillo, halló tiquetes para Argentina a buen precio y sin pensarlo dos veces los compró. Pese a la negativa de sus padres subió a un avión para reunirse con Andrés; llegó en invierno pero lo reconfortante de sus abrazos pudo más; vivieron juntos un año, se destrozaron, quisieron separarse, olvidarse, pero al final del día se enamoraban más. La pareja ha pensado en casarse, pero ante el cuestionamiento dicen, “Lo hemos pensado, pero su momento llegará. Nuestra certeza es que somos el uno para el otro pero hasta ahora hemos sabido coser los hilos con la aguja”, dice Andrés. La tarde ha caído por completo, me despido con una sonrisa y despego mi cartel. Anudo mis banquetas y voy camino a casa en el mismo sistema de transporte que hace 24 horas me arrullaba entre sujetos desconocidos. Pasan carros y me fijo detenidamente en la gente que me rodea, se mueven al ritmo de los huecos citadinos y del rap improvisado a cargo de un muchacho en el fuelle.
¿Cuantos estarán deseosos por narrar lo sucedido durante el día? el chico al que invitaron a tomar un café, la mujer que llora porque le terminaron después de mucho tiempo, los despechados que van a casa a reír con películas, los enamorados que quieren envenenarse la garganta con sus lenguas, grabarse el mapa de su cuerpo en las manos… Tomo finalmente un asiento, me duele el pecho, la garganta, los ojos, la panza, las manos, los oídos; soy víctima de la pandemia. Seguramente al igual que Florentino Ariza, también me prescribirán “infusiones de flores de tilo para entretener los nervios... un cambio de aires para buscar el consuelo en la distancia”, pero aún así lo que anhelo es todo lo contrario: gozar de mi martirio.