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Una guerrera de cinco batallas diarias

Sus compañeros de trabajo la lla­man, Fittipaldi, así como el famo­so expiloto brasileño de fórmula uno. Su nombre real es Patricia Aljach y es opita. Reside en Faca­tativá y vivió casi toda su vida en Bogotá. Es dueña y conductora de una buseta Mercedes Benz Splin­ter modelo 2008 que viaja todos los días, - unas 5 veces -, de Faca­tativá a Bogotá y viceversa; esta es su ruta de manejo y sus batallas por la guerra del centavo.

Ese estruendo de las llantas contra el asfalto por la fre­nada en seco, acompañado de un pitazo prolongado y con rabia, en el que a cualquiera se le saldría el corazón, hace parte de la primera escena del día. Una buseta dos veces más grande que el vehículo que conduce Patri­cia se atraviesa sin ningún reparo por un pasajero, pero “esto es el pan de todos los días”, dice ella, que ni corta ni perezosa mira por su espejo retrovisor izquierdo, se asegura de poder salir, acelera y si­ gue su ruta. Metros más adelante, se comienza una “enganchada” contra el 10:10 (código interno, para referirse a los vehículos de la competencia). Ahora es diferente, las dos busetas se desafían y van cabeza a cabeza por toda la calle 13 peleando por pasajeros. El bus frena por cualquier peatón que le saque la mano. Es el turno de Pa­tricia, le indican que pare, pone la direccional derecha, espera que pase un carro o dos y cierra al 10:10 para recoger a un usuario. El peatón sube y como si no pasara nada, Patricia sigue su ruta en di­rección a Facatativá.

Son las once de la mañana y Aljach va saliendo del paradero donde tiene que esperar de cinco a siete minutos, para que se suban los pa­sajeros. Si se marcha con el cupo lleno la preocupación ya no es tanta, donde salga vacía, es decir sin ningún usuario, o a medias, vie­nen las lamentaciones y comienza a echar madres entre dientes, sa­liendo de las Américas por la ca­rrera 65 hacia la calle 13.

Segunda escena. La vía se transforma en una especie de corredor aumovilístico en donde prácticamente se realizan piques. El tiempo no da espera, es el crudo afán por pasar primero el semáforo antes de que cambie de color para poder recoger los clientes que esperan en la estación de servicio a la ruta que se dirige a Facatativá. Es una lucha de poderes, algo así como, “écheme el carro encima que yo no se lo quito, porque el que pega paga”, y esa es la filosofía con que se mueve Patricia, una mujer de un metro sesenta centímetros, de cabello rubio teñido, rostro delgado con papada y algunos gorditos en sus caderas, todos ellos atributos propios de quien es capaz de manejar una buseta de dos metros y medio de alto, seis de largo y dos metros de ancho; a la que le caben 20 pasajeros por viaje. Pero no siempre Patricia es así de ruda como parece. Como toda mujer es vanidosa, cuando sale a reuniones familiares y a comer con su marido, se arregla bastante bien, deja los afanes y se demora horas maquillándose. De vez cuando se le sale una que otra blasfemia porque sus hijos le sacan el mal genio, pero después se le pasa, anda con una sonrisa de oreja a oreja, tiene un temperamento como un fósforo, un roce y se prende, y nuevamente, al rato, vuelve a sonreír. Patricia permanece más tiempo dentro de la buseta que en la casa y sus días de descanso son los domingos. Algunas veces sale a reuniones familiares a las cinco de la tarde y llega a media noche. Otras se queda en la cama haciendo pereza todo el día y no se levanta ni a preparar un agua hervida, pide la comida por teléfono, todo dependiendo de su estado de ánimo. Unas veces ordena domicilios a una pizzería, otras en una frutería o a un restaurante de comida china. Maneja desde sus 16 años, pero nunca creyó que fuera a conducir una buseta. Se graduó de un colegio de monjas de Bogotá llamado Nuestra Señora del Rosario, fue graduada con honores de la Universidad los Libertadores como psicopedagoga, trabajó en el Colegio Rafael Pombo unos diez años, en donde conoció a su marido, con el cual lleva casada casi 27. Tiene dos hijos universitarios y “todos los gastos que tiene en la casa los paga la buseta”, dice ella.


Una pausa para comer


Después de salir de los piques de la carrera 65, Patricia llega nuevamente enganchada al puente de la carrera 68 y el afán se hace notar porque los pasajeros que aguardan el transporte se encuentran allí. Entonces el primer bus que pase se los lleva, lo bueno es que ‘La Señora de La Galaxia’ como la conoce todo el mundo tiene un as bajo la manga. La Galaxia es la mejor empresa de transporte intermunicipal que hay en la sabana del occidente, entonces casi siempre los pasajeros optan por subirse en una buseta de estas, más cómoda y engallada. “Nosotros pagamos un rodamiento mensual de tres millones trescientos mil pesos, un valor que es más elevado con respecto a lo que se paga en otras empresas, por eso los buses son mejores. Esta suma antes se difería y el uso del vehículo debía ser pagado a diario. En resumidas cuentas terminaba siendo lo mismo que pagar el mes, pero a diario no se veía tan mal para el bolsillo. Ahora toca conseguirse esa plata y pagar a la empresa solo por trabajar”, añade Patricia. Cuando se detiene en algún semáforo o en un trancón, saca de una bolsa galletas de soda o una almojábana, que acompaña con un jugo cifrut rendido con agua. Dice que no quiere contraer diabetes, como le pasó a su marido, “a mi esposo le dio la enfermedad hace más o menos siete años, por comer tantas cosas dulces, desde ese momento entré en pánico por mi hijos. Le bajé al azúcar a mi vida. Menos mal la enfermedad de mi esposo fue algo adquirido, nada que pudieran heredar a mis hijos”, dice ella. Muchas veces galletas y almojábanas es lo único que puede comer en el día, y no le queda tiempo ni para ir al baño, porque la salida de Bogotá, a la altura de la variante de Fontibón, es el acabose vehicular. Hay trancones de una hora o más; tiempos muertos que Patricia aprovecha para comer galletas, almojábanas, maní de sal o la galguería que tenga en la bolsa plástica que guarda en el compartimento de su puerta. Al final cuando llega al paradero de Facatativá, le da la vuelta al bus y lo parquea de salida para ir nuevamente hacia Bogotá. Juan Pérez, un compañero de trabajo la admira, la ve parquearse a diario, ir y venir, batallar y madrear. “Patico es una verraca, ella prácticamente maneja esa buseta sola, porque Nanis (su esposo) hace los relevos por la tarde - noche y hace dos viajes. A ella le toca desde la madrugada y se aguanta todos los trancones del día”, dice Pérez. A las cuatro de la tarde después de estar casi doce horas en la buseta, su marido llega al paradero de La Galaxia en Facatativá, hace el cambio, saluda a su mujer, le pregunta cómo le ha ido y recibe de ella el dinero producido del día. Suelen hablar un poco de las deudas que tienen y quién las tiene que pagar; luego se despiden. En su camino a casa, Patricia se encuentra algunos conocidos y termina hablando por un tiempo prolongado. Muchas veces llega directo al computador para ver telenovelas por Youtube, adelanta los capítulos que no puede ver por falta de tiempo y disfruta una a una las escenas que se pierde porque el servicio de cable al que está suscrita le quitó el canal. Otras veces, Patricia pasa del bus a la cocina, lava la loza u organiza el mercado que compró después de entregar el carro a su marido.


La estrellada


“A los seis meses de tener mi buseta, iba a las cuatro de la mañana, pasando por el peaje del Río Bogotá y en un retorno, salió de la nada una buseta de servicio público urbano y giró repentinamente sin mirar que yo iba pasando. Cuando vi que salió completamente, yo maniobré hacia la izquierda, pero desafortunadamente el vehículo me cerró de nuevo quitándome la vía y colisionando conmigo. Mi bus dio un giro de ciento ochenta grados y terminó en contravía. El conductor argumentó no haberme visto y lo más triste de todo es que mi carrito estaba nuevo. Apenas tenía seis meses desde que lo había sacado del concesionario”, dice Patricia, recordando la primera estrellada con la buseta Mercedes – Benz. Un pasaje de Bogotá a Facatativá cuesta cuatro mil pesos. Si a Patricia le va bien y llena la buseta, podría recoger ochenta mil pesos. Pero no todas las veces es así, a veces no lleva el cupo. “La peor vez fue cuando llevé tres pasajeros de Bogotá para Faca. Recuerdo que solo recogí nueve mil pesos porque en esa época costaba tres mil el pasaje”, dice ella, mientras está en el trancón habitual del Recodo en Fontibón. Patricia gana un salario mínimo, aparte de lo que se gana con los viajes, pero a veces no le alcanza la plata, porque la buseta también necesita mantenimiento. “La gasolina cuesta, los peajes, el cambio de aceite, llantas… Aparte, sume todas las deudas que tengo que pagar”, dice ella. Con 51 años de edad que disimula muy bien, Patricia ha logrado acreditar la primera ruta diaria de La Galaxia. Pasa en las madrugadas recogiendo a los mismos conductores de la empresa para ir al parqueadero y empezar la jornada. “La primera vez empecé a las cinco de la mañana, después de eso tenía que levantarme a las dos y media de la madrugada, para hacer la línea de las tres de la mañana y así llevo quince años”, dice esta opita que observa con algo de melancolía la vía que la ha visto tantas veces pasar por ahí.

Su buseta es la número 0832, el 08 representa el año del vehículo y el 32 es el número interno de la buseta; identificación que la distingue muy bien del resto de los conductores. “Esa primera línea quedó siendo una de las mejores rutas, pues a esa hora también viajan la gran mayoría de choferes del terminal de transporte que viven en Facatativá”, cuenta Patricia, concentrando su mirada en la vía. Los usuarios que le hacen la conversación mientras viajan, quedan asombrados cuando ella les cuenta que es psicopedagoga. Se sorprenden al ver que ella se dedica a la carrera que le ha marcado la vía, encofrada en una buseta intermunicipal, desde la que va y viene todos los días. Sus compañeros también se dan el gusto de hablar de ella, Álvaro Frade se le quita el sombrero diciendo, “Patico es de admirar, porque es una mujer que se le mide a esto. Además es la única en este gremio”. A su vez, Daniel Aguirre, uno de los pinzas de Patricia, con los que hecha risa de vez en cuando por el celular asegura, “La respeto. Siendo universitaria y se vino a manejar su propio vehículo para poder prosperar. A nosotros nos da sopa y seco”. Los halagos vienen de todas partes pero también las envidias no dan espera. Patricia cuenta que algunos de sus compañeros de trabajo le han jugado sucio para que la suspendan, “A muchos les da piedra que yo trabaje más que ellos, me tienen una bronca bastante grande, no hallan el modo para joderme la vida y buscan cualquier pretexto para que me llamen la atención las directivas de la empresa. Yo podré ganar unos pesos de más pero es porque trabajo todos los días, ellos no”, cuenta.


El fin del viaje hacia Facatativá


Bajando el puente de la calle 68 y precipitándose hacia el puente de la Avenida Boyacá, mientras busca pasajeros y se engancha con los 10:10 que van en el camino, está Fittipaldi, sin bajar la guardia, busca usuarios que estén al costado derecho de la vía, esperando a que pase La Galaxia. La parte tediosa del viaje comienza bajando por la Avenida Boyacá. Más adelante, justo debajo del puente de la Avenida Ciudad de Cali, se parquean todos los 10:10 a esperar. Mientras Patricia pasa, algunos choferes mal encarados la observan con rabia, otros le echan el carro y salen a toda carrera para que la ‘Señora de La Galaxia’ no les quite los pasajeros que quedan en la vía. Cuando pasa la Avenida Ciudad de Cali e ingresa a los salvajes trancones de Fontibón que van hasta el Recodo para llegar a la salida de Bogotá, la reconocen en el peaje en donde solo tiene que pagar 200 pesos gracias a un convenio de La Galaxia con la concesión. Entonces entrega un billete de dos mil pesos, esperando recibir todo el cambio en sencillo, pero le devuelven un billete de mil pesos, una moneda de quinientos, una de doscientos y una de cien, Patricia recibe las vueltas de mala gana y con una rabia que se nota a leguas, porque no tendrá las monedas suficientes para poder dar cambio a los pasajeros. Desde la salida de Bogotá, acelera y empieza a rebasar carros, tractomulas, busetas de servicio especial, lo que se encuentre viajando en el camino no es problema para ella. Si no puede rebasarlo por la izquierda lo hará por la derecha, pero no se irá detrás de una tortuga, como ella dice. Cuando se encuentra con uno de estos conductores que maneja lento, empieza a refunfuñar, pita, acelera para tratar de rebasarlo, frena porque no puede. En seguida lanza una mirada al conductor por el espejo retrovisor derecho, como diciendo, “o se quita o le mete la pata y acelera”. En la mitad de la variante de Madrid, a unos quince minutos de llegar a Facatativá, en una curva, Patricia desacelera y nadie entiende por qué. Al salir de la variante de Madrid tres policías de tránsito esperan con la cámara que captura la velocidad a que un conductor ingenuo rompa la norma para multarlo, ella ya lo sabía. Ha pasado tantas veces por estos lugares que conoce cómo es la movida. Cuando deja el retén de la Policía atrás, a una velocidad prudente, vuelve a acelerar. “Si no fuera dueña de mi vehículo, no me hubieran dejado manejar, porque como este mundo es tan machista…”, dice mientras entrega las vueltas a un pasajero que se baja en Cartagenita, una vereda de Facatativá. Al ver que es el primer usuario que solicita que pare, ella se apresura y saca un fajo de billetes con el fin de dar las vueltas. Empiezan a llegar a sus destinos los viajeros y Patricia no tiene tiempo de hablar, está ocupada entregando el cambio. Ahora solo pregunta, “¿cuántos?, ¿uno o dos?”. Cuando el carro queda vacío, lleva el bus a la estación de gasolina, tanquea con veinticinco mil pesos, apenas lo suficiente para un viaje de ida y vuelta. Luego de esto sale al paradero de La Galaxia y se parquea para salir nuevamente hacia Bogotá.



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