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Desde las ruedas del otro

Brandon Ochoa, Periodista de Tinta Negra se enfrentó a la odisea de movilizarse en Transmilenio como una persona en situación de discapacidad. El recorrido de cinco horas que inició a las 11:00 a.m. por la ciudad de Bogotá, tuvo su punto de partida en la estación Américas Carrera 53 A .



“Siéntese rápido para que nadie lo vea”, grita Amanda Ochoa, ella me lleva en carro hasta este lugar, porque por motivos de movilidad, en la silla de ruedas no se puede.

Sentarse en ella es sentir la muerte. Es una sensación de zozobra y escalofríos la que recorre el cuerpo porque se enfrenta a lo desconocido.

La energía que me produce esta silla de ruedas es sepulcral, puesto que estas cuatro ruedas, dos manijas y una silla de tela negra y fibras sintéticas sostenidas por un esqueleto de aluminio vieron y soportaron años de desdichas, sufrimientos y muertes.

Esta fría dama vestida de negro es para muchos un motivo de estabilidad.

A mí solo me hace sentir inseguridad y miedo. Esta silla diseñada para desplazarse por las calles del caos capitalino y que me acompaña durante un largo recorrido, solo es un motivo para desear a gritos sentir de nuevo útiles mis pies.


Fallido intento número 1. Aprendiendo a rodar

La seguridad con la que me impulso se pierde al momento de estrellarme con un bolardo sobre la acera de la intersección de la calle 6 con la Avenida de las Américas.

El enano de concreto obstaculiza mi camino rumbo a la estación de Transmilenio y cinco minutos después, me veo ridículo intentando hacer algo para poder avanzar por mi propia cuenta, me desespero y salgo a pedir ayuda. Según cifras del

DANE de 173.587 personas registradas con situación de discapacidad el 58,5 % transitan diariamente por

Bogotá sin poder caminar, correr, ni saltar. Yo, cinco minutos sin poder mover mis pies y ya estoy rendido.

Dos brazos recurren a la fuerza y gracias a las manijas que sobresalen por la parte de atrás de la silla de ruedas, muy similares a las del timón de una bicicleta pero con la función que se le da en los coches de bebés, imprimen una nueva dirección a mi travesía.

El puente peatonal se eleva como una gran fortaleza de metal. Si no pude avanzar en un terreno plano más difícil será intentar subir rampas infinitas pensadas por un “ingenioso” diseñador para peatones de a pie. Sí, no hay fuerza imaginable que logre subir una silla acuestas por lo que parece un calvario, porque para subir se necesitan músculos de acero y callos de roca. No contaba con una caída directa a la taquilla de la estación, pues una empinada rampa de aproximadamente 12 metros, me hace recordar la caída libre de una montaña rusa.

La gravedad no es una buena amiga y produce en mi silla alta velocidad. Me tienen que acompañar, de lo contrario, el mejor símil sería esa escena cliché de las películas norteamericanas en donde un coche baja como alma que lleva el diablo por una calle empinada y al final…Exacto.


La bienvenida a un desastre en movilidad

Mi nueva masa corpórea no cabe por los angostos pasillos que dirigen a la taquilla. Nuevamente recurro a la caridad. Me compran el pasaje. Una funcionaria me espera en el torniquete especializado para personas en silla de ruedas, recibe mi tarjeta, la pasa y ella pasa una tarjeta totalmente blanca la cual es la llave a un nuevo mundo. De pronto linda música clásica emerge de algún parlante ubicado en los torniquetes.

Sorprendido avanzo, luego de unas cuantas miradas con lástima de personas que transitan la estación, pregunta mi acompañante, “¿A dónde vamos?”


Centro, Chapinero, Norte

C19: destino Suba. Dos minutos abordando. Los nervios me carcomen, 30 centímetros separan la plataforma del Transmilenio. Siento que me enfrento a un abismo imposible de cruzar. Intento solo y los nervios me hacen quedar en medio de dos monstruos de acero. Reacciones momentáneas, tanto de mi acompañante como de los pasajeros no se hacen esperar, a empujones, pero entro. Miro el cubículo especializado para personas en condición de discapacidad y veo a ocho personas cómodamente hablando. “Permiso”, grito. Pronto me acomodan en un mínimo espacio que es ¡exclusivo! Mi acompañante tampoco tiene paso.

Desesperado miro el reloj. Lenta y profundamente la posición y el frío intentan dormir mis piernas. Media hora, ya no las siento. La impresión y el desespero se apoderan de mí, sin poder pararme o estirarme para neutralizar la situación empiezo a pinchar mis piernas, que se han convertido en una masa inerte, blanda y fofa.


Intento Número 2. El descaro Bogotano

La falta de cultura ciudadana frente a la movilidad de una persona con discapacidad motriz es enfermiza. Realmente no nos importa o no estamos informados. A la altura de la estación de Profamilia en la Caracas con 24, un joven, luego de un altercado por el espacio y unos cuantos empujones me expresa, “si no quiere que lo empujen, pues coja taxi”. Según las indicaciones de Transmilenio solo una persona con silla de ruedas podría viajar en uno de estos largos buses, o dos en el caso de los biarticulados, pero la necesidad, el afán y muchas veces el desconocimiento hacen que en este espacio reducido, apto para una sola persona con silla de ruedas, se puedan acumular hasta ocho personas sin discapacidad, dos coches, cuatro maletas o carritos de mercado. Sin contar que hay unos que tranquilamente se sientan.

La Ley 105 de 1993 establece en su artículo 2°, que corresponde al Estado, la planeación, el control, la regulación y la vigilancia de transporte y de las actividades a la personas en condición de discapacidad. Así mismo, según el decreto 1660 de 2003 en importante regular el condicionamiento en el transporte público para personas con cualquier tipo de discapacidad, en especial motriz.

El viaje no es cómodo. La silla de ruedas por lo inestable y el poco espacio para poder abrochar el cinturón de seguridad reglamentario hace que en repetidas ocasiones me machuque la mano con una baranda ubicada a mi altura, la cual ayuda a sostenerme. A esto le sumo el asco que produce agarrarse de las barandas, las cuales no solo están a la mano de las personas con discapacidad, sino que se encuentran al alcance de las posaderas de otros pasajeros. Mantener la distancia es imposible en Transmilenio, algo que para una persona con discapacidad es necesario. Esto también lo recuerda el manual para la asistencia a las personas con discapacidad motriz de Transmilenio que indica que “Las personas con discapacidad motriz, necesitan espacio suficiente para interactuar con sillas de ruedas. Procure que siempre tengan espacio para maniobrar.”

La visión para mí, sentado en una silla de ruedas, no es agradable, solo divisa un paisaje de traseros y entrepiernas; hasta el olor del infierno entra por mis fosas nasales haciéndome recordar la no tan saludable dieta de los colombianos. Tengo la necesidad de salir de allí lo antes posible, pasando por encima de unos cuantos que como bloques obstruyen la salida. El final de mi viaje se divisa la estación de Ciudad Universitaria, por la Calle 26. Al bajar del articulado siento cómo se aproxima la gloria, me darán el don de caminar de nuevo.

Me dirijo a la salida que apunta a los cerros y me llevo la gran sorpresa de que no tiene torniquete especializado para personas en situación de discapacidad. En su lugar, cintas improvisadas separadoras –de las que se encuentran en los bancos y las filas del cinema– remplazan una puerta. Acudo a una funcionaria y luego de interrumpir su grata charla con algunas de sus compañeras, le indico mi necesidad de salir. Intenta desenredar aquella cinta pero la maraña parece más complicada de reorganizar que un enredo de las luces navideñas, mientras tanto me desespero, estoy urgido por terminar es calvario que significa transitar por cinco horas con las ruedas del otro.

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