Un obituario de despedida
"Que la lápida de las busetas de servicio público lleve inscrita cada una de las historias que supimos construir viajando en ellas".
El día que todos esperaban, para bien o mal, está próximo. Según Sonia Prieto de la gerencia de comunicaciones de Transmilenio S.A en noviembre los buses que circulan por la capital, que adornan las calles llevando y trayendo pasajeros a cada extremo de la ciudad, dejarán de circular, como ha sido decretado por el gobierno local para dar vía al controversial Sitp.
Y, con ello Bogotá no sólo pierde una forma de transporte, sino una forma de vida, una parte importante del folclor “rolo” que caracteriza a la ciudad; un pedazo de historia que quedará en el recuerdo de aquellos que lo vivieron y en las páginas y las fotografías que registren la historia.
UN ANTES Y UN DESPUÉS
La historia de los buses se remonta a los años treinta y cuarenta, época en la cual ya circulaban los primeros vehículos por la ciudad, pero donde el tranvía, primero impulsado por caballos y luego por electricidad, era el rey de la modernidad prometida de la época. Su reinado, sin embargo, no duraría mucho, pues los eventos del 9 de abril de 1948 lo condenarían, vale la pena aclarar que ya por ese entonces este sistema era caótico y atiborrado de pasajeros.
Fue Fernando Mazuera Villegas quien puso fin a los tranvías, tapando sus rieles y marcando las calles. Un 30 de junio de 1951 los buses tomaron el control y el último vagón del travía circuló por los rieles que aún permanecen escondidos bajo el concreto de Bogotá. Pero ganada la batalla el bus de servicio público libraba también una batalla interna: El trolebús distrital contra el autobús de empresas privadas.
La historia a través de sus protagonistas
Ulpiano Suárez, vendedor de gafas de 66 años y oriundo de Bucaramanga, llegó a Bogotá en 1957. En aquel entonces, las empresas de buses privadas como Transportes Santa Lucía, o Sidauto compartían cancha con los “trolleys” de la Empresa de Transportes del Distrito,la cual, después fue renombrada como Empresa Distrital de Transportes Urbanos (EDTU). Por la Caracas, desde Santa Lucía hasta Ciudad Universitaria y desde el Centro hasta el barrio Minuto de Dios, estos buses rusos eléctricos se movían en un silencio casi total; se escuchaba solo el rumor de sus llantas y cables haciendo contacto.
En esa época, recuerda Ulpiano, los buses se reconocían por sus colores y por el “rollo” que cada uno llevaba para indicar a los pasajeros su destino y los lugares que recorría.
Además sus colores; anaranjados, azules y verdes, también ayudaban a distinguírlos. Para las personas de la época, como él, saber qué bus le servía era sencillo porque todo dependía del color: “Ah, para el centro le sirve el azul, o para Quirigua sirve el anaranjado”, recuerda Suárez con un aire de nostalgia.
Además de los buses “trompones”, de finales de los 50 en adelante, carrozados por empresas locales o extranjeras; llegaron las busetas y microbuses.
Las primeras fueron una versión más pequeña de los buses
y se acuñaron así en nuestro país porque simbolizaba el carácter femenino del vehículo, la compañera fiel del conductor que en sus inicios llevaba exclusivamente pasajeros sentados. Los segundos fueron buses Volkswagen que llevaban hasta 10 personas y que ofrecían un transporte más cómodo, siendo los antecesores de los populares colectivos de los 90. Rápidamente la demanda creció y la comodidad de las busetas cedió ante la utilidad, el sobre-cupo y los atascos en la Caracas y Carrera Décima. Eran habituales los ríos de buses y busetas multicolores mezcladas en el tránsito. Un pasaje de la época costaba de 10 a 15 centavos. Para Ulpiano, no mucho ha cambiado entre las busetas: Los llamados “dietéticos” de los 60, los trompones y los colectivos son muy parecidos a los buses privados modernos. Aún hay peleas en el bus, aún hay rateros o colados que se suben por la parte de atrás. El bus lleno, el “sacar la mano” para parar el bus, los timbres o cuerdas que anunciaban la bajada. “La modernización trajo cambios, pero la sustancia se mantuvo.”, dice.
Un solo bus para transportarlos a todos
En los años ochenta la situación iba cambiando. Las tablas reemplazaron a los viejos rollos de ruta y los buses a gasolina y diesel se impusieron definitivamente sobre los trolleys, que andaban a rastras por unas pocas rutas de la ciudad.
La mala gestión condenó a los silenciosos buses, famosos por su comodidad y por los momentos cómicos que generaba. “Se despegaban las tirantas de los cables aéreos y sus conductores trataban de reacomodarlos. También recuerdo el caos que enfrentaban ante los apagones”, cuenta Sandra Suarez, de 43 años, oriunda de Bogotá.
Pero bien o mal, el mismo sistema distrital fracasó definitivamente. De una manera similar al ferrocarril de la ciudad, los trolleys buscaban su salvación mientras se deterioraban, hasta que Andrés Pastrana pondría fin a la gesta distrital, que muy tarde intentó salvar a sus buses. El recién creado ejecutivo, Buses Diésel, también conocido como “chatos”, revestidos de carrocerías Blue Bird y Olímpica, llegaron a llenar el lugar del trolley y tuvieron un notorio reconocimiento. Ya concebidos en los ochenta, su objetivo era trasportar de manera cómoda a los pasajeros, sin llevar a nadie de pie, un servicio orientado al empresario y ejecutivo de la época. Eventualmente la demanda los haría llevar sobrecupo. “Antes no se llevaba a nadie de pie, luego dejaban a uno en la puerta, luego dos y ya al final los conductores dejaban que el cupo se llenara”, recuerda Ulpiano.
En los noventa los ejecutivos “trompones” y “chatos” seguían merodeando por las calles. Al tiempo, los colectivos y busetas evolucionaron, las formas aerodinámicas llegaron en lo que se conoció como los buses bala. Aquellos buses contemporáneos eran más vistosos, sus decoraciones coloridas y exageradas, las cortinas, las luces personalizadas, las exploradoras, los timones, los forros de las sillas y las tablas los volverían un referente de la cultura popular, de un folclor único digno de ser valorado.
Para Alejandro Manrique, un economista bogotano, muchas de sus anécdotas se dieron en las busetas, como el hecho de irse cinco o incluso 20 personas por 5 mil o 10 mil pesos. Todos recuerdan las épocas de saltarse la registradora, de bromear con los conductores o pelear con ellos, o cuando alguien se vomitaba en el bus y el conductor reunía dinero para verter café en donde se hallaba el vómito.
Pero esas épocas se irán, se desvanecerán y quedarán en los recuerdos; algunos grabados en las memorias de los colombianos, otras en el aire o en las páginas de un texto, de un artículo o un libro, que recuerden una época mejor.
Tiempos azules
La llegada del Sitp marca un cambio en la forma de transporte en Bogotá y su sistema tiene como referente local a los buses que la EDTU hizo circular en los años 50, recordados por ser rojos y de la marca Pegaso, señala Ulpiano. Estos eran los buses que sólo se detenían en estaciones específicas y son los buses que El Sitp quiere volver a adoptar para marcar una evolución en la forma de usar el transporte capitalino. Para algunas personas, como Angélica Torres, su beneficio radica en las comodidades que ofrece para las personas de la tercera edad y en las posibilidades de hacer transbordos infinitos.
Para los más jóvenes, como Luisa Pinillos, estudiante universitaria, los recuerdos de sentarse en la parte de atrás del bus con los amigos a “hacer recocha” y el irse por mil pesos (suma equivalente a los quinientos pesos de los años noventa) se desvanecerán. Como lo resalta
Alejandro Manrique, “el moverse con una forma distinta de dinero, un dinero plástico que reemplaza al papel moneda, hace que la ciudad tome una cara más moderna y productiva”. Y así es como este 1 de Junio los buses azules darán su último gran paso para controlar las calles, y el bus, la buseta, el colectivo privado perderán su última batalla y lentamente pasarán al olvido para ser reducidos a chatarra o reciclados como miembros del Sitp. La historia finaliza después de más de sesenta años de recorrido, de vencer al tranvía y al trolebús, de adornar no solo las calles sino el interior del mismo vehículo con colores y melodías, con ellos se van las sillas cómodas, el radio a todo volumen, la cabina cerrada del conductor, las tablas de madera o acrílico que indicaban la ruta con mil colores reconocibles por todos, los músicos en los buses, el colorido y la cultura que siempre rodearon a estos automotores que por años se hicieron parte esencial de nuestro diario vivir. Su remplazo, con un aspecto clínico y monótono envuelto en un aura de modernidad, trae consigo los mismos sobrecupos, los mismos olores, la misma incomodidad, con las mismas rutas de sus predecesores pero más enredadas, con los mismos conflictos y disgustos, traen consigo una monotonía total. Una estampa azul que se lleva lejos los colores, la personalización de la buseta, la fiel compañera del conductor, la música, el radio pendiente de las noticias que todos escuchamos mientras nos desplazábamos a nuestros destinos, a cambio de una eficiencia y espacio que solo deja un vacío, un marcado color gris que estampa nuestro recorrido. Que este sea un homenaje a las busetas, a esas cuadradas que se hicieron famosas con Romeo y Buseta, a esos buses trompones con caras chistosas, a esos buses chatos con sillas cómodas, a los colectivos pequeños en donde nadie iba de pie, a los microbuses más grandes que los reemplazaron, a el arte de las tablas, de los colores de la empresa, de los vidrios, los mensajes y stickers, las imágenes de la Virgen del Carmen, los dados peludos y las cortinas, a todo ese mundo de folclor que muere a las manos de un sistema que aún no está seguro de sus propias capacidades, a un sistema que prefiere al metro que a sí mismo.