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El resplandor de Siam

Tailandia nunca fue colonizada, es en su mayoría budista, tiene una monarquía y sabe al dulce del azúcar de caña, al ácido del tamarindo, es picante como los jalapeños y es salada como la salsa de calamar. Tailandia se llamaba Siam y hoy renace como una potencia del Este asiático. Tinta Negra viajó allá, para dar testimonio de sus gentes y su majestuosa cultura, en un recorrido desde el centro del país hacia el Sur.



Por fin, cuando los rayos del sol se guardan en el horizonte para ir a iluminar el otro lado del planeta, el Templo del Amanecer se destaca en la orilla del río Chao Phraya como un monte de oro. Entonces, una brisa leve refresca a Bangkok (Tailandia) y despide el calor sofocante que se acumula durante el día en los jardines de aquel templo. Con un prang o torre central de 77 metros de altura, el lugar es el centro de atención de los turistas, que desde barcos atestados y muelles, observan su belleza. Dicen algunos que la altura del templo representa la majestuosidad del monte Merú (Kailāsh), actualmente ubicado en la zona del Tibet (China), lugar que en el hinduismo es la morada del dios Shivá. Sin embargo, el Templo del Amanecer no tiene nieve como los montes del Tibet y tampoco es de oro, lo iluminan todas las noches luces amarillas y de día adquiere un color verde porque está decorado con porcelana, conchas marinas y cerámica.

Pero tanta belleza no resulta siempre tan evidente a los ojos del visitante. Bangkok es una ciudad con unos 6,9 millones de habitantes, es caótico, ruidoso, tropical, de contrastes, un lugar que, literalmente, cambia de la noche a la mañana. Los monjes budistas que oran en los templos y deambulan por las calles pidiendo alimentos en las casas de algunos habitantes, descalzos y vestidos con túnicas anaranjadas, desaparecen. Los mercados de flores que en la mañana están atestados de crisantemos y orquídeas, dejan de tener esas flores frescas que son usadas como ofrendas en los templos budistas. Los vendedores de bananos y lichies cierran sus negocios y la calle Khaosan se electrocuta en luces de neón. Allí, todas las noches son de fiesta. Alacranes negros y gusanos tostados se venden en las esquinas como si fueran un manjar, los vapores de la comida callejera (que además de ser barata es exquisita) se elevan a la atmósfera y los turistas acalorados sudan pero llevan en la mano una Chang (cerveza tailandesa), como dando testimonio de que Bangkok está siempre despierta, aunque la música deje de sonar a las 2:00 a.m.

​​​​​​​​​​Antes del amanecer

Es mejor despertar temprano, antes de que el sol salga. Que sean las siete de la mañana y que se encuentre subido en el transporte para escapar de Bangkok. De todas maneras, tendrá que lidiar con muchos tuctuc, carros y buses, que forman un tráfico descomunal, pero aprovechará el día y tras haber salido de allí, es cuando comenzará a recorrer las rectas autopistas que lo dirigirán a la antigua capital de Tailandia: Ayutthaya. El lugar que hoy funciona como un parque histórico, declarado por la Unesco como patrimonio de la humanidad, aún guarda el mistisismo de antes.

Pese a que fue reconstruido tras los ataques militares perpetrados por Birmania en 1767, hoy, aún se respira en sus ruinas el esplendor de un reino que para el siglo XIV, fue la potencia más importante del Sudeste asiático. Y aquello que sucedió cuando Tailandia era mejor conocida como Siam, se guarda en cada uno de los ladrillos que componen inmensos templos y palacios, a los que se accede subiendo escaleras empinadas que llevan a templos pequeños en donde descansan budas sedentes decorados con papelitos de pan de oro.

Recorrer el lugar es una epopeya, por eso, para aquel que decida pasar solo un día en la antigua ciudad son imperdibles el monasterio Mongkhol el templo de Wat Mahathat, inolvidable por la famosa cabeza de un buda aferrada a las raíces de un árbol; el templo Wat Phra Sri Sanphet, antiguo palacio que fue el más grande de la capital del Siam y el templo de Lokaya Sutha, en donde se puede apreciar la titánica figura de un buda reclinado de unos 38 metros de largo. Otra parada obligada, ya a las afueras del parque, es la visita al templo Wat Phu Khao Tong, una estupa de 50 metros de altura que conmemora la victoria del pueblo birmano a la capital del Siam, y a la que se puede subir para llegar a una terraza donde se observa un campo verde de cultivos de arroz.


De vuelta a la realidad

Gran parte de Bangkok es un mercado.

Un túnel construido con sombrillas y plásticos invadió los andenes de muchos sectores de la ciudad. Dentro, a la derecha y a la izquierda, se observan pequeños puestos de vendedores ambulantes y después, si se detiene, se pueden ver las entradas de los locales comerciales, que ya no tienen vitrina porque siempre hay alguien que la cubre. Bangkok es un mercado, un enorme lugar en donde se compra y se vende, en la calle o desde una canoa en uno de los tantos mercados flotantes que existen, como el de Amphawa o el del Damnoen Saduak.

Allí, mujeres mayores cocinan en sus chalupas, ofrecen sombreros y algo de mango con arroz pegajoso, un postre tradicional que bañado en leche de coco, puede llevar al cielo a cualquiera. Pero además de la deliciosa gastronomía que se consigue, en la que siempre se recomienda probar el Pad Thai (pasta de arroz con pollo o camarones), el Tom kha gai (sopa de pollo en leche de coco) y el curry Massaman (curry con leche de coco, pollo, papa, arroz y maní), a Bangkok no solo se llega por su comida sino por sus templos surrealistas, que se levantan en forma de estupas como gigantescas campanas. El calor se le quita a cualquiera. Los ojos quedan encandilados.

El Gran Palacio Real de Bangkok demuestra su majestuosidad en un área que se extiende en unas 22 hectáreas de tierra. Los techos de sus templos, de una arquitectura similar a los que se ven en Ayutthaya, tienen unas alas en sus puntas (chofas), las cuales hacen alusión a Garuda, un semi dios mí- tico del hinduismo y el budismo. Paredes doradas, azulejos y estatuas de leones, mujeres pájaro, micos y elefantes decoran todos sus rincones, custodiando la entrada a cada lugar.

Entonces se suben unas escaleras y en una pequeña sala en donde solo hay un ventilador, se ve un buda de jade de 45 centímetros de altura, el cual también es conocido como el buda de esmeralda. Sentado en un altar de oro y vestido con trajes del mismo material, que son cambiados por el rey Bhumibol Adulyadej tres veces al año, el templo en donde se encuentra la pequeña estatua se ha convertido en un centro de perigrinación de camboyanos y laosianos, que oran y brindan ofrendas con el fin de llegar a ser iluminados con la misma sabiduría que alcanzó aquel buda supremo.

​​​​​​​​​Phuket: Al sur

Un ferry parte las olas del mar Andamán.

El barco que sarpa más de tres veces al día desde la isla de Phuket usualmente viene atestado de turistas chinos que palidecen por el mareo que les produce el balaceo constante de la embarcación. La pelea entre la nave contra las olas filudas de un mar temeroso, hace recordar que en el año 2004, de ese mismo mar nació el Tsunami que arrasó con la isla Ko Phi Phi Don y otras zonas costeras de Tailandia, Indonesia, Malasia e India. Pero el temor que produce el movimiento del mar se va disipando cuando entre aquellas aguas de color esmeralda, se van levantando rocas gigantes, bosques tropicales y pequeñas embarcaciones alrededor de Ko Phi Phi Don, una de las pocas crónica 14 islas habitadas de la zona que atrae a miles de turistas ansiosos por ver, a unos pocos kilómetros de allí, los paisajes de otras islas cercanas como Mosquito Island y Ko Phi Phi Leh, lugar en el que fueron filmadas películas como La Playa y La isla de las cabezas cortadas. En Ko Phi Phi Don, no transitan ni carros ni tuctuc porque solo pequeños caminos peatonales, de no más de cinco metros de ancho, son los que conectan todos los lugares del paradisíaco lugar dedicado exclusivamente al turismo por sus blancas playas y numerosas ofertas de buceo.


Allí, se hacen imperdibles las visitas a lugares como La isla de los micos, Baía Maya (en Ko Phi Phi Leh) y The View Point, un lugar en la cima de una montaña, al que es ideal subir en las horas de la tarde y desde donde se puede observar la baía de Loh Dalum y la figura de la isla, que es similar a una mancuerna. Pero la paz no llega con la caída del sol. Es la noche la que estalla afuera, justo al frente de la playa. Unos hombres de piel morena y ojos centelleantes hacen acrobacias con fuego y al ritmo de la música. Se colocan unos encima de otros, caminan sobre una cuerda floja y algunos isleños y visitantes los rodean celebrando su gesta. Todas las fiestas revientan, los bares se llenan y muy lejos, el mar se esconde porque la marea baja. La media noche vuelve a llamar al oleaje, la fiesta continúa en la bahía, no distingue entre orientaciones sexuales, ni razas, idiomas o religiones porque es allí, es esos 7,5 kilómetros de longitud de tierra, en donde se puede entender por qué Tailandia o “Prathet Thai”, significa país de la gente libre.

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