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Disparé un gol


Dayron Alexander Pérez Calle, fut­bolista de Jaguares de Córdoba, dejó las armas del grupo para­militar ‘Los Leones’ a los catorce para jugar a los dieciséis años. Hoy cuenta su historia. Este es el antes y el después de un hombre que cambió las balas por los goles. Crónica publicada inicialmente en Datéate y republicada completa por Tinta Negra.


Sería un día cualquiera. Des­pués de pasar meses por entre las espesas selvas de las montañas de Antioquia, Da­yron Alexander Pérez, con tan solo catorce años, vio a un equipo de niños, con no más de quince años de edad, jugar con el balón.

Era un balón de cuero descocido, el arco sería un conjunto de varas de guadua atadas y la emoción del equipo y la del niño insurgente la misma: el fútbol.


Entonces, como si fuera el destino el que se escribía aquel día, uno de los chicos sacó el balón de la cancha y este se detuvo debajo de las botas de Pérez con una magnífica ejecución. Con su pie derecho disparó la esférica hacia los muchachos que jugaban, pero fue entonces cuando la diversión culminó. La pelota cayó sobre el piso y una mina antipersona, que estaba resguardada entre la vege­tación, se accionó.


De Medellín a la selva

​Dos años antes del incidente con la mina, Dayron Pérez fue víctima de la violencia en Colombia. “Yo habitaba en un sector marginado de Medellín que se llama Campo Valdés, hasta cuando unos tipos llegaron a la casa en donde mis papás gozaban de una fiesta y cayeron por las balas”.

Después de la muerte de sus pa­dres, Dayron y sus hermanos Car­los y Mauricio quedaron a cargo de Matilde Gómez, su abuela, una mujer carismática, de estatura media, con el cabello plateado y brillante. El pasatiempo de Da­yron, al igual que el de cualquier niño, era jugar fútbol. Dos piedras a un metro de distancia cada una, formaban la portería, el campo era la calle y el balón, el último que alguien les había regalado.

Su situación era crítica y como la única fuente de ingreso para mantener la casa eran sus pa­dres ya fallecidos, no había co­mida, ni energía, ni agua. Enton­ces Dayron vio, al igual que otros 29.747 paramilitares reintegra­dos hace diez años, que hacer parte del grupo insurgente era la forma más fácil de tener dinero y en junio de 1989, salió de la casa prometiendo a su vieja Matilde una vida mejor. Se marchó en un camión con otros niños rumbo a las montañas de la Cordillera Central en donde las noches eran negras y el sueño no se conciliaba, porque los mosqui­tos se comían vivo a cualquiera y porque el miedo a ser sorpren­didos por el Ejército Nacional o la guerrilla era constante.

Dayron portaba un fusil AK-47 que superaba su tamaño. Llevaba también un uniforme camuflado de talla media, que se le escurría del cuerpo cuando empezaban las largas caminatas de 18 horas. Cruzaban los ríos Medellín y Ne­chí, atravesaban algunos cultivos de plátano y yuca, amenazaban a algunos campesinos, extorsiona­ban, eran testigos de masacres y defendían sembradíos de coca…


Otra de las actividades intimidan­tes del grupo subversivo, consistió en transitar diferentes sectores de la región, encabezar brigadas de salud que servían para estar en co­municación con los campesinos, para comprender cuáles eran sus principales preocupaciones y des­cubrir a aquellos que mantenían nexos con las Farc. De tal manera que todo aquel que se encontrara cansado de sus prácticas era so­metido. “También aprovechába­mos aquellas brigadas para poder reclutar a campesinos, para que se unieran a nuestra estructura”, co­menta hoy Pérez.


En la misma época, comenzaron a encontrarse más cadáveres, mu­chas veces mutilados y torturados. Aquellos muertos eran personas que aparentemente tenían relación con la guerrilla. Al lado de aquellos cuerpos sin vida, solía encontrarse un letrero que decía “Muerto por comunista”. Comerciantes, hacen­dados y algunos mineros de aquel sector de Antioquia, patrocinaban “las brigadas de salud”.


El grupo paramilitar también rea­lizaba patrullajes en toda la zona. Carlos Alberto Díaz, un hombre de tez trigueña, ojos rasgados y cuerpo robusto, fue compañero de Dayron Pérez en la organización ‘Los Leo­nes’. “En aquellos patrullajes no solo se quería exterminar a las Farc de la región, sino que también se quería intimidar a sus antiguos ayudantes y transformarlos en aliados de la autodefensa”, explicó Díaz.


En ese entonces, los paramilitares contaban con módicas sumas de dinero por parte de los hacen­dados ya que su articulación no demandaba muchos gastos. Las personas que realizaban los patru­llajes no ganaban más de siete mil pesos mensuales y la comida ha­bitualmente era abastecida por los mismos campesinos de la veredas.

Regreso a casa

​Tras cinco meses de estar en la selva, Dayron Pérez regresó a Campo Valdés. “No fue fácil tomar esa decisión, sabía que si la to­maba iba a tener problemas con los cabecillas”, recuerda Dayron tranquilamente.


Anduvo sin parar cuatro días y cuatro noches hasta encontrar una carretera donde estaría más o menos ileso. Fugarse no fue fácil y la situación ha sido la que más tensión ha tenido; nunca olvidará el temor que sintió aquel día.


Dayron Pérez aún recuerda esa sentencia por parte de los coman­dantes de la cuadrilla. “A quien in­tentara escaparse le dispararían sin mediar palabra”.


Pero el joven futbolista lo tenía decidido. Aprovechó el descuido de sus compañeros paramilitares que se encontraban en un cam­pamento en las selvas de Caldas y emprendió la huida sin mirar atrás. Solo después de cuatro días de caminata incansable por la selva logró ponerse a salvo. Su anhelo desesperado de reunirse de nuevo con su familia, mantuvo viva su fe. “No contaba con una brújula para orientarme, no lle­vaba mucho alimento, solo unas pocas raciones de harina que había sacado del campamento”, cuenta Dayron.

Durante las noches del escape se vio obligado a saltar para que los músculos no se le enfriaran y no morir de hipotermia, pero tam­bién aparecieron otros riesgos que lo mantenían en alerta. “El peor eran las fieras. No poder dor­mir por tener la sensación de que un animal salvaje puede atacarte en cualquier momento. Y no po­der dormir tampoco por el dolor, pues de tanta humedad mis pies terminaron llenos de hongos”, dice Pérez.


Tenía una cadena de oro que le había regalado doña Matilde, pero la empeñó para poder pa­gar la noche en un hotel des­pués de llegar a la civilización. Se rapó y esperó el primer autobús de la madrugada para que lo sa­cara de Caldas. En el transcurso de esa noche, escuchaba los combates cerca del hotel y no hacía más que encomendarse a la Virgen María.


“En el momento en que estaba esperando el bus, escuché que me estaban buscando. Pensé que esa gente me iba a matar. No sé cómo, pero me pude subir al bus. Después, durante el camino en­contramos un retén de la guerrilla, no sabía qué hacer… el conduc­tor me salvó la vida… estaba sin papeles, me dijo que me hiciera el dormido y que él iba a decir que yo era su hijo. Sin duda, un ángel que Dios me envió”, expresa.


Finalmente, con una mochila y un termo, Pérez llegó a casa. Al verlo por sorpresa Matilde Gó­mez brincó de emoción y llamó a otros nietos para que le dieran la bienvenida.

De la selva a las canchas

​Dayron Pérez seguía soñando con ser futbolista profesional. Entonces buscó a sus antiguos amigos para integrar un equipo de fútbol y competir en el torneo “Cebollitas” que iba a tener lugar en Campo Valdés. No todos confiaron en él, muchos de ellos le dieron la es­palda y decidieron no hacer parte de la plantilla que quería tener Pé­rez en su equipo.

​Carlos Robles, Cristian Vargas, Juan Fernando Niño, Édwin Tavera y Da­yron Pérez, conformaron el equipo “Súpercampeones”. El torneo con­sistía en jugar cinco partidos y el campeón tenía que obtener la mayor cantidad de puntos, ga­nando cien mil pesos de premio.

​Gracias al fútbol amateur –opor­tunidad que tiene el jugador de reconocer sus aptitudes y desarro­llar su habilidad futbolística–, Pé­rez empezó a ganar dinero. “Gran parte de mi sueldo, cuando estaba iniciando en la Primera C, era para mis hermanos y mi abuela. Nos tocó una época muy jodida. Mi primera meta era darles un techo donde vivir”, dice.


Un día, Luis Fernando Montoya y Juan Carlos Ángel lo vieron jugar en torneos, donde descubrieron en él una persona talentosa para el fútbol. Jugaba de mediocam­pista, asistía a sus compañeros y definía muy bien los goles en el arco rival. Tenía una gran habili­dad con el balón, era un jugador diferente, sus ganas de superarse hicieron que prestigiosos entrena­dores lo tuvieran en cuenta.


“Recuerdo mucho a Dayron. Él es casi un hijo para mí. Su juventud no fue nada fácil, pero vi en él un chico muy respetuoso y talentoso. Los goles que hacía en torneos juveniles eran impresionantes. Siempre la dejaba en el ángulo”, asegura Juan Carlos Ángel, actual presidente del Deportes Quindío y Universitario de Popayán.


El 14 de agosto de 1992, después de la final del Torneo Pony Fútbol -campeonato donde se enfren­tan equipos juveniles de diferen­tes ciudades del país-, Montoya y Ángel, hablaron con él. No solo bastó la alegría de ser campeón y ser el máximo goleador en aquella competición, sino que su alegría se multiplicó cuando le dieron la oportunidad de probarse en Atlé­tico Nacional de Medellín.


El debut oficial como futbolista profesional fue en el Once Caldas de Manizales en 1995. “Recuerdo mucho mi debut en el Palogrande. Marqué a los tres minutos después de haber ingresado”. El equipo cal­dense enfrentaba a América de Cali en la undécima fecha de la Copa Mustang; Pérez ingresó al minuto 85 de partido, cuando en una jugada individual sobrepasó a un futbolista rival y quedó frente al arco, disparó y marcó el gol que le dio el triunfo a su equipo. Salió aplaudido por los hinchas, cuerpo técnico, directivos y jugadores del Once Caldas.

El gol más importante

​Con el Once Caldas, Dayron Pérez alcanzó su gran hazaña como fut­bolista profesional.


Por aquel entonces se jugaba la Copa Mustang en el primer se­mestre del año 2009, en ella par­ticipaban 18 equipos de diferentes regiones del país. Aquella com­petición consistía en una primera etapa donde se jugaban 18 fechas bajo el sistema de todos contra todos, al término de los cuales, los ocho primeros clasificados avan­zaban a los cuadrangulares semi­finales. Allí los ocho equipos se dividieron en dos grupos (A y B) definidos por sorteo. Los ganado­res de cada grupo de los cuadran­gulares se tenían que enfrentar en dos partidos para decidir al cam­peón del torneo, que obtenía un cupo a la Copa Libertadores 2010.


El equipo caldense avanzó a la semifinal de la Copa Mustang tras obtener la casilla octava en la ta­bla de posiciones con 28 puntos. En la siguiente fase, el Once Cal­das compartió el Grupo A junto a los equipos Boyacá Chicó, De­portes Tolima y La Equidad, que­dando de primero y obteniendo el cupo a la final.


La gran final la enfrentó contra el Junior de Barranquilla que ob­tuvo el cupo a la final liderando el Grupo B. El primer partido, se disputó en el estadio Palogrande de Manizales donde el Once Cal­das marcó dos goles a uno con­tra el equipo Tiburón.

El segundo partido de la gran fi­nal de la Copa Mustang contra el Junior de Barranquilla fue también memorable. El primer tiempo co­menzó muy parejo, un remate del goleador del Atlético Junior, Teó­filo Gutiérrez, los puso en alerta pero el Once Caldas reaccionó y, contrario a lo esperado, jugó con propuesta ofensiva.

En el segundo tiempo, Junior salió a presionar. Los primeros minutos se disputaron en el área del equipo visitante, mientras el local buscaba por todos los medios igualar la ventaja que tenía el equipo cal­dense. En el minuto 52, Teófilo Gu­tiérrez, de cabeza, casi marca el se­gundo gol de los barranquilleros, pero el Once Caldas se defendía bien y supo aprovechar el deses­pero del contrincante.


Con el transcurrir de los minutos y sin poder definir las opciones de gol, Atlético Junior veía cómo sus esperanzas se esfumaban al minuto 72, tras un rebote que recogió Da­yron Pérez, quien con pierna zurda ejecutó su disparo de gol concre­tando la tercera anotación del Once Caldas para redondear el campeo­nato, un golazo que lo trasportó de nuevo a la selva, al balón de cuero descocido que estalló junto con la mina antipersona, el balón que le salvó las piernas a los otros niños y que una vez más salvaba la vida de su equipo, sacando adelante su vida como futbolista profesional.

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