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El sobandero

Por:  Cristian Galicia 

Fotos: Lina  Serna

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"Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!
Nunca se satisface ni alcanza
la dulce posesión de una esperanza
cuando el deseo acósanos más fuerte.

Todo puede llegar: pero se advierte
que todo llega tarde: la bonanza,
después de la tragedia: la alabanza
cuando ya está la inspiración inerte".

Julio Florez

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En un angosto cuarto de paredes azul turquesa, manchadas y esquebrajadas  por la humedad, la doliente se retuerce al contacto de esas manos que con precisión y parsimonia restablecen el orden en los músculos de su brazo. Entre gañidos y movimientos histriónicos, esta mujer quiere nomás que las manos cedan finalmente; sabe, no obstante, que si su alma resiste un poco más este dolor perenne podrá seguir con sus labores diarias.

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Observando esa escena dramática con compasión, hago una pausa y miro el consultorio de don Piñeros. En la entrada dan la bienvenida un escritorio y sobre éste un vademécum (un libro que recopila datos sobre medicamentos), junto a una lámpara y su silla correspondiente. En la pared de atrás y en las lindantes de las esquinas, cuelgan diplomas y honores enmarcados, medallas, escarapelas y almanaques. En la pared de enfrente sin donde puerta, hay un escaparate largo y alto, atestado de medicamentos y objetos farmacéuticos.

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-Mire, muchacho - dice don Piñeros-. Este libro es muy interesante para la labor.

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Saca dificultosamente un mamotreto del armario lleno de libros, que tiene junto a la camilla, y me lo pasa. El libro es un atlas de tratamiento de fracturas y luxaciones, lleno de gráficos de huesos rotos y ligamentos con torceduras; en este se detalla todo tipo de lesiones y se explica cómo se deben tratar.

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Lo insondable

 

Don Martiniano Piñeros Gutiérrez lleva 53 años trabajando como sobandero, se inició en esta labor cuando era un joven de 15 años, viendo a su papá sobar en su pueblo natal, Guayatá, (Boyacá). Era entonces un joven soñador que quería ser doctor, admiraba la labor de su padre y ponía gran esfuerzo en aprender todo lo que hacía este, por eso a los 18 años no solo sobaba, sino que incluso servía de partero. En los dos años que se fue a prestar el servicio militar, uno lo pasó en las filas y el otro en la enfermería ayudando a curar a los lisiados, eso sí, usando sus manos mágistrales.

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Tras cumplir con ese requerimiento burocrático, regresó a su pueblo y decidió estudiar enfermería. La suerte, sin embargo, en la época de la violencia, lo obligó a desplazarse a la inescrupulosa Bogotá. Aquí nunca pudo hacer su sueño realidad, pero hizo cursos cortos de enfermería y montó una droguería, donde además sobaba.

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Con una energía admirable, a pesar de la edad que demuestra, se sienta ágilmente sobre su instrumento de tortura y sanación, la camilla donde hace un momento  con la cara desorbitada se retorcía aquella mujer. A continuación pone sus manos ataviadas de efélides sobre el pantalón negro que lleva puesto y con una actitud vivaracha, a través de reminiscencias, me cuenta de su vida y su labor.

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-A mí me quieren mucho, porque hay muchos que soban, pero en realidad no han estudiado, no saben.

-¿Pero cómo desarrolló usted esas habilidades con sus manos para detectar el problema y saber cómo proceder? –Le pregunto-.

-Mhm, pues sí, eso ya es por puro conocimiento y práctica… Los años.

 

Saber cómo hace un sobandero para distender esguinces, dislocaciones y todo tipo de luxaciones, es una pregunta muy difícil de responder. Esta labor atávica es de esas pocas que junto a los parteros (ya casi extintos), yerbateros y otros tantos, aún perviven. Y como se ha hecho muy poco por recuperar esos saberes ancestrales dar una respuesta tajante se complica aún más.

 

Lo que sí se puede escrutar son las protagónicas y ecuánimes manos de don Piñeros, que sin ningún vislumbre de dubitación temblorosa, se mueven con pericia moldeando, corrigiendo, escudriñando, jugando, con cuerpos extraños, con el fin de eliminar cualquier digresión física; no obstante, sin importar el esfuerzo mental, resulta inefable el cómo lo logran.

 

Profesionales

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Tras haber caminado por la Avenida Caracas con calle sexta hacia el sur, llego al barrio de los sobanderos en Bogotá. Empiezo entonces a toparme con los sobanderos más afamados: Mercho, El Caldense, El Paisa, entre otros. Todos muy amables y con pocos clientes en esa tarde atosigada por el sol.

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Ofrecen sus servicios cuando ven un cliente y acompañan la invitación a sus locales con una sonrisa; la misma que se les desdibuja cuando se les pregunta por su labor; entonces se vuelven sujetos circunspectos, que responden con monosílabos y que recomiendan ir donde su vecino de al lado.

 

Pese a lo taciturnos, concluyo que la mayoría de ellos aprendieron a sobar viendo a sus abuelos o padres, los cuales provienen de pueblos de Boyacá y Cundinamarca.

-“Mire, mijo, cómo se cuadra esto, ¡Paj! ¡Paj! ¡Paj!”. Me decía mi abuelita. Yo solo miraba y practicaba -Cuenta Álvaro Huertas-.

Álvaro fue el presidente de esta comunidad cuando estaban localizados cerca a las instalaciones de Medicina Legal, en el mandato del exalcalde Mockus, y exactamente cuando tuvieron que moverse a donde están ahora.

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Sentado en un sofá muy bajo, en su consultorio, sosteniendo un bastón, me cuenta sobre su experiencia como sobandero. Me explica cómo cuadra los huesos, cómo soba el músculo de la tibia y cómo hace los vendajes. Dice que quería ser doctor, pero que se siente muy feliz cuando llegan médicos o personas recomendadas por éstos: “ellos saben que hay males que solo nosotros sabemos cómo arreglar”.

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Balanceándose en una silla de rodachinas, Juan Manuel Cote, médico general de la Clínica Fundadores, habla con prisa y con un tono algo  socarrón, de su experiencia con pacientes que han sido curados por sobanderos, en casos como matrices caídas, insuficiencias del colon o mal posiciones de la columna. Afirma que cree en algunos sobanderos cuando éstos hacen su trabajo bien, a conciencia y cuando se acompaña el proceso de una radiografía: “…pues las fracturas no solo se mejoran sobajando”. Finaliza su fárrago diciendo que estas cuestiones a veces terminan siendo solo psicosomáticas.

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Don Piñeros y Álvaro no son doctores, pero sí doctos de su oficio. Prohijaron todo el saber de sus padres y abuelos y  conservan hoy día un conocimiento invaluable para nuestra cultura. Son de los pocos sujetos que no están enajenados del todo por la cultura occidental, son el vestigio de las ancestrales tradiciones vernáculas. Sus manos, sin importar que tengan o no un efecto de placebo, son bienhechoras.

 

Despedida

 

Al salir del consultorio de don Piñeros sonrío al recodar la frase que me había dicho hacía unos instantes: “La luxación del hombre es lo más parecido al parto, una vez sale se descansa”… Y sí que le creo, mucho más cuando le sirvió de partero a su mujer y recibió a sus cinco hijos.

Me adelanto hacia la salida agradeciéndole el tiempo a Álvaro, quien había hecho esperar a su amiga mientras me contaba todas las anécdotas más extraordinarias de su labor. Cuando ya estoy en la línea periférica de su local donde vende sillas de ruedas, bastones, todo tipo de férulas e instrumentos ortopédicos, me toma el hombro y me dice: “olvidé decirle de dónde viene la palabra ‘sobandero’. Es la combinación entre ‘huesero’ y ‘masajista’”.

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